Una vez más me incliné sobre el lavabo con el mismo movimiento preciso de todas las mañanas. El agua fría corrió entre mis dedos antes de llevármelos a la cara, pero el líquido helado ya no me despertaba como antes; ahora era solo un escalofrío más de los muchos que me llenaban el cuerpo.
Abrí los ojos y el espejo me devuelve una imagen que me resulta ajena: Un anciano me mira desde el cristal empañado. No era yo. ¡No podía ser yo! Aquel rostro surcado de arrugas como caminos abandonados, aquellos ojos opacos que habían perdido el brillo de la curiosidad, aquella boca caída que ya no sabía reír con ganas…
¿Dónde estaba el niño que corría descalzo las mañana de Reyes Magos, vestido de médico o pedaleando una bicicleta, mientras la alegría le quitaba el aliento? ¿Dónde el muchacho que escribía poemas torpes a media docena de chicas a la vez, convencido de que el amor era infinito y su corazón también? ¿Dónde el hombre que levantó la voz en plazas y fábricas, creyendo que la justicia era posible, si uno luchaba lo suficiente?
Pero el reflejo no respondió. Solo me miró con una expresión entre compasiva y burlona, como si supiera algo que yo, pese a todo, me negaba a aceptar. “¿Esto es todo?, pregunté en voz baja, y la voz me sonó quebrada, como el crujir de hojas secas. “¿Es que simplemente dejé de existir sin darme cuenta, me pregunté»?
Y entonces recordé a mis amigos. Los pocos que quedaban, encogidos como ciruelas pasas y viviendo entre hijos que ya no los reconocían. Y recordé también los otros muchos que ya solo vivían en mis recuerdos: Rafael, el primero en morir, en aquel accidente absurdo; Marta, llevada por el cáncer demasiado pronto; Luis, desaparecido en los oscuros años de guerras aún inconclusas.
En fin, recordé todos aquellos jirones de una vida en la actualidad, reducida a anécdotas que ya nadie quiere, ni tiene tiempo de escuchar y comprendí que el hoy es real. Que es más agudo que los recuerdos, más insistente que la nostalgia, más real que los deseos.
Y “¿Qué hago ahora?”, le susurré al espejo sin alzar mucho la voz. ¿Cómo debo esperar lo inevitable? Pero el anciano tampoco tenía respuestas. Solo mostraba esa mirada cansada, esa ironía silenciosa de quien sabe que la vida es una historia que se nos cuenta poco a poco para llegar a un final siempre inesperado.
“Así que esto es todo”, susurré sin mirarlo y el viejo del espejo asintió con una sonrisa triste, pues la gran broma de la vida ha sido siempre y precisamente el tiempo consumido en vivirla.
De un manotazo cerré el grifo. Me sequé las manos en el pantalón y antes de salir del baño, miré al espejo por una última vez. “Bueno, supongo que aún me queda desayunar con galletitas de soda”, le dije.
Y salí del baño dejando atrás al desconocido anciano. Sin despedirme de él. Pero, deseando que hubiera un siguiente día donde volverlo a encontrar
Julio del 2025