Entré a las FAR en abril del 1964 y aunque debieron ser 3 años de SMO, todavía no sé bien si por ideología utópica o por fanatismo tonto, reenganche y estuve en la realidad 5 años, desmovilizándome definitivamente a mediados de 1969.
Recuerdo que hice la previa, que era como se llamaba el periodo de adiestramiento militar mínimo necesario, en una Unidad que llamábamos «Colinas de Villarreal» a unos 20 kilómetros al este de La Habana y al concluir ese periodo de 45 días, fui asignado a la Unidad Militar 3336, en la Cabaña, relativamente cerca de la Escuela de Cadetes de Artillería.
Imaginé llegar a una bella y cuidada instalación donde los combatientes de las FAR cuidaban de las armas con que defendían la Patria. Mientras se preparaban técnicamente para ello. Sin embargo, y lo que encontramos fue una calle de piedra caliza recién aplanada, de unos 150 metros de largo, separada por un muro de piedras de la carretera que conducía desde el Hospital Naval al Observatorio Nacional de Casablanca.
Esta calle (si se pudiera llamar así) tenía a un lado La «Técnica Militar». Al otro, unas barracas prefabricadas de techo de zinc, que servirían de dormitorios, aulas y comedor cuando estuvieran terminadas. Ah… olvidé decirles que todo eso estaba en la ladera de una loma y que en la cima teníamos el Puesto de Mando.
Éramos como 50 o 60 reclutas y cuando llegamos nos formaron y nos informaron que estábamos en una unidad de nueva creación y que íbamos a participar en su terminación y puesta en marcha. Cuando rompimos filas nos mostraron las más de 10 tanquetas, radares sobre orugas y jeeps que íbamos a aprender a utilizar y, lo más importante, nos informaron que nuestra primera misión era «enterrar» todo aquello en el terreno de arrecife y terraplén sobre el que estábamos parados.
En esa Unidad aprendí que el ejército no tenía el romanticismo con que a veces nos lo presentaban o imaginábamos y que, unido a los valores de disciplina, amistad y compañerismo que enseñaba, también podía ser en ocasiones una muestra – demasiado dolorosa para un joven idealista – de que el ser humano se conoce realmente cuando tiene poder.