Mis abuelos vivían en casa de sus cuñados, en una bella y espaciosa mini-mansión del Vedado de los años 50 del siglo pasado. Entre los muchos recuerdos que aquella casa trae a mi mente está Lidia, una sirvienta (eufemismo de criada). Ella era negra como una noche sin luna, tenía una sonrisa ruidosa y su tarea era limpiar aquella mansión y además cocinar
La casa, deslumbrante para mí, un niño de 10 u 11 años que vivía en algo mucho más humilde, tenía a un costado un pasillo estrecho que era utilizado por los vendedores para llegar a la cocina y dejar sus pedidos y por él los vendedores le llevaban a Lidia sus productos sin tener que utilizar la entrada principal, entre los que estaban los tomates de un puesto de chinos que había en la esquina.
Cuando iba a ver a mis abuelos, cosa común, recuerdo a Lidia en la cocina limpiando aquellos tomates para las ensaladas y también recuerdo como tiraba el agua llena de semillas al pasillo, que la absorbía entre sus grietas.
Pues bien, y aunque parezca increíble, de aquella agua con semillas que Lidia botaba, más de una vez vi crecer entre los resquicios del cemento y el polvo acumulado en los bordes, unos hermosos tomates que trepaban por el largo muro.
Por eso, cuando hoy se habla de lo complejo que resulta la cosecha de cualquier vegetal si no se cuenta con riego y abono, me vienen a la mente los tomates de Lidia creciendo como un desafío de la naturaleza.
Y claro está, recuerdo también el más conocido dicho de Taladrid…..