Tuve un vecino al que me unían, además de lazos de amistad, otros sentimientos alrededor de la comprensión de la historia y del papel que nos tocaba vivir. No recuerdo por iniciativa de cuál de los dos fue, pero decidimos hacer la guardia del CDR juntos, lo cual nos daba la oportunidad de mantener largas conversaciones sobre la familia, la vida y, por qué no, la política, mientras desandábamos de madrugada las calles del barrio de Querejeta, en el municipio habanero de Playa.
En aquella época yo tenía una cámara fotográfica digital (algo no común en un mundo sin celulares) y un buen día ese amigo me la pidió prestada. Me extrañó, pues no imaginaba para qué la necesitaba, pero sin hacer más preguntas se la presté. Había olvidado decirles que este octogenario amigo dirigía el núcleo del PCC de los jubilados en el barrio y tenía fama – bien ganada por cierto -, de ser una persona justa, pero – como se decía en aquellos tiempos – «atravesada», sobre todo cuando se trataba de la ética y de lo bien o mal hecho.
Cuentan que un día bien temprano y con un sobre en las manos, mi amigo llegó al Municipio del PCC de Playa y pidió ver al Primer Secretario. Le dijeron que estaba ocupado y le pidieron conocer el motivo de la visita para que algún funcionario lo atendiera, pero él explicó a la recepcionista que lo que tenía que tratar era solamente con el Primer Secretario, que esperaría el tiempo que fuera necesario en la recepción hasta que saliera y se sentó.
Pasaron las horas y varios funcionarios se acercaron a él para saber el motivo de su visita, explicándole que el Primer secretario no podía atenderle, pero siempre recibieron la misma respuesta: vengo a ver al Primer Secretario y lo esperaré aquí.
Después de varias horas, no sé si por cansancio o porque no tenía otro lugar por donde salir, que no fuera pasando frente a mi amigo, el Primer Secretario salió y tras saludarlo (lo conocía bien…), le preguntó por el motivo de la visita. Mi amigo no dijo nada, solamente le entregó el sobre con una dirección escrita que llevaba en las manos y le dijo: «Eso que ve ahí no es en Angola o Jamaica, es en su municipio«. Y sin decir más, dio media vuelta y se marchó, dejando a un funcionario que, con cara de asombro, revisaba lo que tenía en las manos.
El sobre contenía varias fotografías de una anciana que, sin parientes que la atendieran o ayudaran, vivía sola en un cuartucho en medio de pésimas condiciones constructivas y sanitarias. Era un viejo caso social, que pese a meses de gestiones realizadas y de ser del conocimiento de los organismos políticos y de gobierno del municipio, no había sido resuelto.
Nunca vi las fotos que había tomado mi amigo, ni supe qué pensó o dijo el Primer Secretario del PCC del municipio Playa tras verlas, pero estoy seguro de que eran tan elocuentes y traumáticas que al día siguiente una ambulancia recogió a la anciana en su vivienda y en medio de un operativo amplio, pero tardío, la traslado al lugar donde la atendieron hasta su muerte.
Pancho, que así se llamaba mi amigo, nunca habló de su participación en aquello; él era así. Pero yo siempre me he alegrado de haber podido prestarle aquella cámara fotográfica, de haber tenido el honor de disfrutar de su amistad hasta que falleció en el 2016 y más que nada, de haberme mostrado que lo que nunca debemos hacer es callar, pues eso nos hace cómplices.
Y es precisamente en tiempos difíciles, cuando más falta hacen los «Pancho«