Somos cuatro hermanos. Joaquín y yo, que sin ser jimaguas nacimos el mismo día con dos años de diferencia. Un tercero que debía llamarse Rita María, pero terminó siendo Roberto. Y la esperada “hembrita”, que llegó casi de casualidad cuando yo terminaba la primaria.
Teníamos coche, estudiábamos en una escuelita privada del barrio y hasta pagábamos una Clínica, pero recuerdo que cuando pedía 5 centavos para comprar un helado en el carrito tirado por un caballo que pasaba por la casa, el viejo me miraba serio y preguntaba: “¿tú crees que somos ricos?”.
Con su escaso 6to grado, mi madre pudo haber dado a políticos y magnates clases magistrales de filosofía, economía y finanzas. Y mi padre hacía cualquier trabajo legal para buscar “cuatro kilos” y garantizar que el domingo la familia almorzara carne de res.
El eufemismo de “clase media” no se aplicaba a mi familia: Los Morales Gago éramos pobres, pero Jesús Oscar y Librada lucharon y se impusieron a las dificultades de fin de mes y en medio de la ¨no riqueza¨, supieron darnos una niñez bella y apacible. Pero más que nada, llena de enseñanzas de cómo ser mejores personas.
Creo que más por mi padre y mi abuelo Oscar, que por mi madre, la familia creció rodeada de animales. No me recuerdo sin un perro o un gato al que llamar “mío”, aunque nuestro zoológico fue un poco mayor.
Hubo jicoteitas en palanganas descascaradas, pollitos teñidos de rojo o verde, cotorras escandalosas en el portal, curieles que debíamos esconder de los gatos y hasta un canario al que nunca oí cantar.
Mis padres eran personas muy justas y nos inculcaron un fuerte sentimiento de amor a lo bien hecho. Pero creo, sin embargo, que el carácter cariñoso, pero a la vez fuerte y exigente de Librada, fue lo que sembró en los cuatro un sentimiento que ahora gustan llamar rebeldía, pero que a la larga puede sintetizarse en aquello que más de una vez le oí decir: “a las buenas hasta los calzones. Pero a las malas, ni los buenos días”
De todas maneras, para aquel niño al que llamaban Oscarito, había quizás demasiadas cosas que no comprendía. Cosas que oscurecían un poco aquella “felicidad”: Ver a mami, antes de acostarse, lavando y secando con la plancha el único uniforme que teníamos los tres varones para ir a la escuela al día siguiente; las acaloradas discusiones de papi, un ortodoxo convencido, con un amigo del PSP que no creía en las elecciones y criticaba la tiranía; la constante advertencia de tener cuidado al jugar con los hijos del vecino que era de la Policía Bastiana; los universitarios manifestándose violentamente en cerca de mi escuela primaria en la calle “L” y los gritos, sirenas, disparos y ambulancias que oíamos.
En fin, me tocó vivir la niñez en un entorno complejo donde había cosas que no entendía. Un entorno que me hacía envidiar a los niños que iban a la Salle o a Baldor, pero a la vez me impulsaba a desear hacer algo para que mis amigos del solar cercano tuvieran lo que yo tenía.