Mi abuela Ana era católica y los domingos yo tenía la sagrada tarea de acompañarla a la Iglesia pues a mi abuelo Oscar ni se le ocurriría pedírselo. Los dos íbamos a una Iglesia que llamaban El Derrumbe, en 16 entre 13 y 15, en el Vedado.
Independientemente de su estado constructivo exterior, como toda iglesia católica, su interior era suntuoso, con sus santos y vírgenes luciendo en las paredes y varias decenas de «familias de bien» – como la nuestra y aún mejores – oyendo misa frente a un majestuoso altar central.
Todos los domingos bajaba por la calle 16, con la abuela tomada de mi mano y cada visita era una imagen repetida de rezos, confesiones de pecados – todos semanalmente iguales – y comuniones con un pedazo de pan, que mientras nos perdonaba los pecados, se diluía bajo la lengua
Sin embargo, ninguno de aquellos lujos o liturgias sirvieron para hacerme olvidar una imagen que me golpeaba la conciencia semanalmente como un mensaje infernal y que seguramente fue en parte responsable de lo vivido años después: Una madre sucia y desgreñada que, sentada en la escalera de piedra de la entrada, extendía su mano a todos pidiendo una limosna, mientras mantenía en su regazo dos niños harapientos y mocosos.
Y Oscarito, aquel niño que estudió el catecismo e hizo la Primera Comunión en la Iglesia de San Juan de Letrán, nunca pudo entender cómo era posible que aquel Jesús que curaba enfermos, que se unía a los pobres y que crucificado lo miraba con tristeza desde el altar principal, permitiera cosas como esa.