La corrupción de la que tanto se habla hoy, no es un fenómeno nuevo en el mundo y tampoco en nuestro país. Al final del siglo pasado era algo que sucedía habitualmente, aunque recuerdo que nadie hablaba de ella. Era un poco como barrer el polvo bajo la alfombra o hacer como el avestruz ante un problema.
Por desgracia, la Aduana no estaba exenta de esta lacra, aunque cuando en este caso hablamos de corrupción, no estamos hablando del robo de miles de pesos o del desvío de grandes volúmenes de recursos estatales, pues la misma estaba enmarcada fundamentalmente en las actuaciones poco éticas de algunos inspectores que utilizando sus cargos permitían que otros violaran lo establecido a cambio de beneficios económicos.
Así las cosas, recuerdo que una de las prioridades que enfrentó Pupo a su llegada a la Aduana, a finales de la década de los 90, fue luchar contra la corrupción en la institución y creo que lo más importante que hizo fue, en primer lugar, reconocer pública e institucionalmente que ella existía, algo que resultaba nuevo entre los organismos. En un momento en el que nadie admitía que la sufría, aceptar que la tienes requiere de una gran valentía.
Pero como alguien dejó escrito: «El camino al infierno está empedrado de buenas intenciones«, entre las diversas medidas que se propusieron estuvo establecer que todos los aduaneros llenaran una Declaración de Valores donde debían relacionar anualmente sus propiedades y pertenencias, incluyendo joyas y equipos electrodomésticos.
En aquel momento yo era Secretario General del Buró Sindical de la Jefatura, y no sé si fue por el hábito innato de rechazar las cosas impuestas, o por lo absurdo de la medida, recuerdo que desde que se planteó su realización en un Consejo de Dirección la idea tuvo mi más radical rechazo.
El “parto” de aquella disposición duró semanas y no fueron pocas las discusiones que tuvimos de manera pública y privada con el Jefe de la Aduana, exponiendo el criterio del órgano sindical de que aquella medida, además de violar la privacidad de todos, no serviría a la larga para nada, pues para que fuera efectiva debía comprobarse físicamente lo que cada cual declaraba, algo que era legalmente imposible hacer sin una orden judicial.
Las discusiones duraron semanas y decidí consultar jurídicamente lo legal o no de aquella medida, y aprovechando que mi amigo Brizu conocía al Presidente de la Sala de lo Laboral del Tribunal Supremo Popular, le pedí ir a verlo.
Aquel jurista escuchó pacientemente mis argumentos y mirándome a los ojos me dijo más o menos: “Entiendo perfectamente lo que dices y posiblemente yo en tu lugar sintiera, como sientes tú, que esa medida lacera mi privacidad, pero si me pidieras un consejo te recordaría – entre tú y yo – que tu cargo en la Aduana es de Funcionario y que la Administración puede prescindir de ti cuando quiera”
Y aunque estaba seguro de que aquel Jefe con el que me enfrentaba no era de ese tipo de persona, lo cierto es que “a buen entendedor, con pocas palabras bastan” y no sé si decidí apagar el ventilador o simplemente dejé de orinar, pero lo cierto fue que la Resolución se firmó sin más discusiones.
A partir de ese momento, todos los aduaneros tuvimos que llenar nuestra Declaración de Valores, aunque recuerdo que le dije al vicejefe Javier, quien tendría asignada la responsabilidad de comprobar la veracidad de la mía, que si algún día iba a mi casa lo hiciera con una botella de añejo para conversar y oír música un rato, porque para otra cosa no entraría.
Es cierto que durarte varios años, todos los aduaneros llenamos y firmamos aquel documento, pero también lo es que cada cual listaba lo que le daba la gana y que hasta donde yo sé, nadie se atrevió nunca a ir a ninguna casa, a comprobar si ello se ajustaba o no a lo real.
La vida dio la razón a quienes defendimos que aquella disposición no iba a servir para nada y a la larga, la obligación de llenar aquel documento simplemente se perdió en el tiempo.
Sin embargo, aquello me sirvió de enseñanza y no he podido olvidar a aquel jurista honesto que me alertó del peligro que puede conllevar chocar con el poder y de lo importante de saber escoger siempre las batallas.