Hoy, mientras veía la película norteamericana “Los Trece Días”, retrocedí más de 61 años en el tiempo para recordar aquellos días “luminosos y tristes”, según Guevara, de la Crisis del Caribe. Días en los que el mundo estuvo a un tris de la guerra atómica.
En aquella convulsa época, y en medio de lo que nos acostumbramos a llamar “Guerra Fría”, la competencia entre dos ideologías, que se tradujo siempre entre dos grandes potencias, se basó en buena parte en una carrera hacia la ventaja estratégica en una posible confrontación militar,
La película narra los hechos ocurridos en octubre de 1962, desde la visión norteamericana, y la lucha entre un Presidente Kennedy que vio cohetes con ojivas nucleares a solo 90 millas de su territorio, y los intereses hegemónicos y armamentistas de algunos de sus asesores y mandos militares.
El film nos muestra un pueblo norteamericano donde las iglesias ofrecían “confesiones” las 24 horas del día, se hacían prácticas en las escuelas de cómo debían actuar los niños ante un ataque atómico y en donde, algunas ciudades prohibieron a las ambulancias el uso de las sirenas, pues creaban pánico al confundirse con alarmas aéreas.
Con 17 años, viví aquellos momentos en un país altamente politizado, en el cual se había creado un fuerte espíritu antiimperialista y que después de un Girón que intentó invadirnos y de múltiples acciones de guerra por parte del vecino del norte, la frase más oída era: “A los yanquis dale duro”
La URSS había emplazado cohetes tácticos con cabezas nucleares en Pinar del Río y para la mayoría de los cubanos de aquella época, eso estaba bien. ¿Por qué no lo iba a hacer si los Yanquis la tenían rodeada de bases militares? Además, mientras los protegidos del gobierno norteamericano mataban alfabetizadores en el Escambray, los “bolos” nos daban armas para protegernos y nos ayudaban a sobrevivir. En aquella época era así de fácil…
Recuerdo las baterías de 4 bocas y los cañones antiaéreos emplazados en el Malecón y prácticamente todo el mundo vestido de miliciano. Quizás hoy muchos no me crean, pero vi como miles de aquellos que no querían una Revolución socialista en Cuba, se presentaban a buscar un arma para combatir… Y es que nos iban a invadir, y las bombas no escogen sus muertos de acuerdo a ideologías.
Durante aquellos últimos días de la Crisis, tan bien descritos por la película desde la visión norteamericana, recuerdo que Fidel iba prácticamente todas las noches a la Universidad a conversar con los estudiantes y que una de ellas les dijo que lo único que sentía era no tener tiempo para sacar a todas las mujeres y niños de La Habana. Esa noche debe haber sido la misma en la que Kevin Costner, en su papel de secretario personal de Kennedy, le dijo a su esposa que “sería magnífico poder ver el amanecer de mañana”.
Al final, como pasa siempre entre los grandes, Nikita Jrushchov se entendió con Kennedy y se llevaron los fatídicos cohetes, sin siquiera haber consultado con quienes les prestamos el terreno para instalarlos y nos jugamos el pescuezo en ello. Cambiaron los cohetes en Cuba por los de Turquía, y accedieron a que sus barcos fueran inspeccionados en alta mar.
También se intentó que funcionarios de la ONU comprobaran el desmantelamiento de las bases de cohetes en Cuba, y recuerdo que participé del “berrinche” que, como país, formamos bajo la consigna de que cualquiera que pretendiera venir a inspeccionarnos debía hacerlo en zafarrancho de combate. Cosa que, al fin y al cabo, nadie se atrevió a hacer.
Sin embargo, y aunque sigo pensando que los soviéticos pudieron y debieron hacer mejor las cosas, hoy no estoy tan seguro de que en medio de las tensiones – y con una Cuba joven e intransigente -, hayan obrado demasiado mal, cuando a la larga evitaron definitivamente una invasión e impidieron una guerra mundial que, como dijo Einstein, nos tendría hoy luchando con arcos y flechas.
De los múltiples recuerdos que de aquellos días tengo en mi memoria, hay uno que en mi opinión define a los cubanos de la Crisis de Octubre: Fue la noche en la que, mientras el secretario de Kennedy le decía a su esposa que temía no ver el siguiente amanecer y Fidel se lamentaba de no tener tiempo de evacuar a las mujeres y niños, un camión corría por una desierta calle 23 del Vedado, lleno de milicianos que cantaban a pleno pulmón y en tiempo de rumba: ¡QUE VENGAN, cha cha, QUE VENGAN, cha cha, QUE VENGAN!
Muchos hoy dirían que estábamos locos: ¡Rumba y tumbadoras mientras los aviones de la USAF tenían los motores encendidos en Cayo Hueso….! Pues sí, de veras que estábamos locos. Pero ¿saben algo? A pesar de los pesares y de demasiados “machetes enredados en la maleza”, el orgullo de haber sido parte de aquella “locura” es un sentimiento que me acompañará hasta la tumba.