Prólogo

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Había una vez un hombre llamado Emiliano que, al cumplir ochenta años, comenzó a notar algo peculiar: su casa se llenaba de cajones invisibles. No eran de madera ni de metal, sino de tiempo. En cada uno guardaba algo distinto: risas viejas, lágrimas secas, promesas rotas y amores que ya no pronunciaba en voz alta.

Cada mañana, al mirarse al espejo, no solo veía las arrugas, sino también el peso de todo lo acumulado. Las alegrías, livianas como plumas, se mezclaban con las pérdidas, densas como piedras. A veces, al cerrar los ojos, escuchaba ecos de voces que ya no estaban: su padre diciéndole «No temas» o su mejor amigo riéndose en una tarde de verano.

Un día, su nieta Clara, de siete años, lo encontró llorando en silencio en el jardín.—Abuelo, ¿por qué lloras? —preguntó, inocente

Él secó sus mejillas y señaló su pecho.

—Porque aquí dentro guardo demasiado: mi vida. Cosas bonitas y cosas tristes. Cuando eres joven, crees que los sentimientos se van como el humo, pero no es cierto. Se quedan, y con los años… a veces pesan más que el cuerpo.

Clara, pensativa, tomó su mano arrugada y dijo:

—Entonces deberíamos sacarlos, abuelo. Uno por uno. Así no te aplastan.

Emiliano sonrió. Tal vez ella tenía razón. Quizás el secreto no era cargar para siempre con todo, sino aprender a abrir los cajones, mirar lo que había dentro y, poco a poco, dejar ir lo que ya no servía. Así que esa noche, antes de dormir, tomó una libreta y comenzó a escribir. No para acumular más, sino para aligerar el peso.

Había descubierto que envejecer no era solo guardar, sino también soltar.

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