No recuerdo exactamente el año en que sucedió esta historia, pero debe haber sido a finales del pasado siglo. En aquella época yo vivía cerca del Hospital González Coro y muchas veces, caminando la calle 21, pasaba frente a él para subiendo por la calle 4 llegar hasta mi trabajo en la Timba.
En aquella época, en el amplio portal de la bodega, en la esquina de las calles 21 y 4 había varios timbiriches que aprovechando el constante trasiego de personas desde y hacia el hospital ofertaban pan con algo, dulces y hasta helados y donde era común encontrar uno o dos ancianos sentados en la acera ofertando cigarros, fósforos y otras bisuterías, cuidándose de ser vistos por las autoridades.
Un día que iba tarde para el trabajo, me detuve a tomar un helado y mientras lo hacía, me percaté que uno de aquellos ancianos que vendían “cosas por la izquierda” conversaba con otra persona más o menos de su edad que pasando por allí lo reconoció y saludó. No sé por qué, pero ese encuentro y la conversación que sostenían me llamaron la atención y tratando de no ser demasiado impertinente, me acerqué para darme cuenta – con asombro – de que hablaban de cosas vinculadas con los combates librados contra las tropas de Batista antes del 1959 en Camagüey y las Villas.
Sé que lo que hice no estaba bien, pero la curiosidad pudo más que la educación, y escondido tras la justificación del helado me acerqué un poco más para descubrir, maravillado, que aquellos dos ancianos hablaban de la Columna 8 del Ché y de la Invasión a las Villas. Se reían de anécdotas de aquellos combates y se preguntaban – y a veces se respondían -, del destino de amigos comunes, mientras el que vendía miraba a veces a los lados con un poco de temor en la mirada, pues sabía que si lo sorprendía un policía, podía terminar en la estación de policía de Zapata y C y perder aquellos cigarros y fósforos de «la cuota».
Finalmente, acabé dos veces mi helado y sin más escusas para no hacerlo, dejé atrás a aquellos dos amigos que seguramente, sin aquilatar en su inmensidad lo vivido, rememoraban con alegría días que pudieron haber sido el último mientras me preguntaba: ¿Qué podía haber pasado con la vida de aquel cubano – en su momento considerado héroe – que ahora vendía a escondidas cajas de fósforos y cigarros de la bodega, sobre un periódico en la acera para poder subsistir? ¿Cómo podían pasar esas cosas?
Y una triste realidad – que años después comprobaría más de cerca – me golpeó: Vivíamos en una sociedad en la que con el paso del tiempo y sin importar méritos o sacrificios, un héroe podía devenir en casi mendigo, sin que nadie hiciera algo y lo que es peor, sin que a muchos de los que disfrutaban de una buena vida gracias a ellos les importara.